Hablé con mi amiga Valeria la semana pasada, intrigada por mi artículo publicado en el blog de Extinction Rebellion. Ambas nos consideramos personas comprometidas con el medio ambiente, así que no fue necesario extendernos en explicaciones sobre lo que caracteriza la organización a la que he decidido pertenecer, y que ella considera “demasiado radical”. Unos momentos más tarde la conversación derivó hacia la situación actual en Trentino, la región alpina de la que procedemos, azotada por una sequía aún más grave que la del año pasado y que Valeria describió como “angustiosa”, “un desastre” con “el río Adigio en mínimos históricos”. Asimismo, la semana pasada Valencia alcanzó unas máximas extremadamente altas para esta época del año, con picos de más de 30 grados. Aún estábamos en invierno. Al buen entendedor, pocas palabras bastan.
Considerando que la vida en la Tierra está en plena crisis, ¿cuál es el rasero con el que medir la supuesta radicalidad de nuestras acciones y qué evoca en nuestra mente la palabra “radical”? Según el diccionario, la palabra radical se adscribe a una persona “inflexible, intransigente, partidaria de reformas extremas, que no utiliza término medio en sus declaraciones o decisiones”. En resumen, una persona que es mejor mantener a raya porque es incapaz de encontrar un acuerdo entre las partes, pero cuando el clima se sienta a la mesa de negociaciones nos recuerda que las leyes de la física admiten pocas discusiones, y si miramos más de cerca, el propio clima se ha vuelto tan extremo que las reformas a aplicar deben ser proporcionales a la sucesión de daños que está causando para intentar revertirlos – y lo que es más importante – para evitarlos en futuro.
¿Es por tanto Extinction Rebellion “demasiado radical” o evalúa la gravedad de la crisis climática con el sentido común del que quizás carecen sus detractores? Para entenderlo, primero hay que comprender el movimiento, que pretende influir en los gobiernos del mundo y en las políticas medioambientales globales mediante la acción directa no violenta y la desobediencia civil para minimizar la extinción masiva y el calentamiento global. El objetivo es loable y exige compromiso y cooperación a escala mundial para tener alguna posibilidad de éxito, pero ¿por qué hacer de la rebelión el modus operandi para conseguirlo? ¿Qué evoca en nuestra mente la palabra “rebelión”? El propio nombre de la organización puede infundir dudas que conviene disipar para evitar tergiversaciones, y según el diccionario, rebelión es la “reacción resultante de un estado de subyugación o coacción exasperada, capaz de traducirse en revuelta abierta, en firme rechazo a la obediencia o incluso en actitud instintiva de protesta”. Asimismo, es “la acción de rebelarse, especialmente en un sentido político o militar”.
Efectivamente, la rebelión puede adquirir connotaciones violentas, pero éstas no son necesarias ni suficientes para entender la rebelión en toda su complejidad semántica, y Extinction Rebellion entiende la acción de rebelarse en un sentido político, tal y como se recoge en sus principios y se demuestra con sus acciones.
Por otra parte, no cabe duda de que la inacción del gobierno y de gran parte de la población, incapaces de cambiar el statu quo que está llevando el medioambiente a la ruina, crea todas las condiciones para exasperar ese estado de subyugación o coacción que caracteriza a la rebelión, y que la hace más necesaria que nunca.
Con todo esto en mente, me doy cuenta de que el activismo es tan necesario para el planeta como inconveniente para quienes lo practican, porque elevarlo al nivel necesario para restaurar los ecosistemas naturales genera aversión en quienes se obstinan en someterlos a su estilo de vida. Por desgracia, la sociedad
—dentro y fuera de los pasillos de los parlamentos y de los consejos de administración de las empresas más contaminantes— está llena de individuos que predisponen al agravamiento de la crisis climática con actos embebidos en ignorancia o indiferencia que sólo aparentemente no entrañan ningún mal. La sociedad está llena de individuos que ponen contra las cuerdas a quienes, en cambio, ejercen el pensamiento como un acto de responsabilidad y consideran que la información en contacto con un error garrafal desencadena un proceso alquímico que lo convierte en un crimen imperdonable si se vuelve a cometer.
En definitiva, la sociedad nos invita a movernos en una esfera de acción circunscrita por el desagrado de la mayoría, debilitando así el compromiso y la determinación de quienes recurren al espíritu crítico para elegir las causas que luego defenderán. El juicio es la emboscada que la sociedad tiende a quienes se esfuerzan por cambiarla, pero también es un reflejo de su inseguridad y de su resistencia al cambio que en realidad necesita. Por consiguiente, no sorprende demasiado que el gobierno recientemente haya destinado recursos públicos, pagados con los impuestos de toda la ciudadanía, para que una policía nacional se infiltrara en Extinction Rebellion y espiara el colectivo como si de una guarida de delincuentes se tratara. Si el gobierno pretende solucionar la emergencia climática, desde luego no va a conseguirlo de esta manera.
Tampoco sorprende el juicio de mi amiga, porque sugiere que cuestionar a fondo los hábitos catastróficos que subyacen a nuestro confort impone un precio en términos de exclusión social, no todo el mundo está dispuesto a pagarlo y por ello no la culpo… pero el precio que pagaremos todas será infinitamente mayor cuando el medio ambiente provoque reacciones en cadena imposibles de contrarrestar.
A la luz de todas estas consideraciones, vuelvo al diccionario en busca de una acepción menos peyorativa del polémico término “radical” y redescubro que también quiere decir “fundamental o esencial”, “que va o pretende ir a la raíz, a la esencia íntima de un estado o condición”. Así me doy cuenta de que la palabra se mueve en una línea de variación progresiva entre la positividad y la negatividad en función del conocimiento que se tenga de la crisis climática, de modo que cuanto más se conoce el tema, más fácilmente se asocia la radicalidad con la voluntad de investigar hasta el fondo del problema para intentar resolverlo, y viceversa. También me doy cuenta de cuánta educación se necesita para cambiar la percepción del activismo medioambiental a gran escala y desencadenar el cambio que tan desesperadamente necesitamos para evitar lo peor.
Porque nuestra especie no es superior a la naturaleza que la rodea y de la que depende, por lo tanto, la sociedad no puede considerar radicales —en su sentido más desfavorable— aquellas acciones y organizaciones que sí están impulsadas por el sentido común y la voz de la ciencia a través de sus alarmantes informes.
Y no puede deleitarse en el sol que ilumina las tardes en el paseo marítimo valenciano mientras el sector de la hostelería bate récords de recaudación.
Francesco Q.